Hoy ha sido uno de esos días en los que he pensado en dejarlo todo. Por mi mente ha cruzado la idea de dejar de luchar, de rendirme, de olvidar todo aquello por lo que llevo peleando en los últimos años y por lo que he apostado muy fuerte, invirtiendo tiempo, esfuerzo y dinero y arriesgando la estabilidad de mi familia.
Estaba pendiente de la respuesta de un proyecto profesional que me llenaba de ilusión. Y la respuesta ha sido que, lamentablemente, he llegado demasiado tarde y que la posibilidad se esfumaba. Mi ilusión, se esfumaba. Mi sueño de un camino nuevo, una nueva vida, un futuro más claro, se esfumaba.
Y he caído en el desánimo. En menos de un minuto, la persona llena de energía, ganas y autoestima se ha derrumbado como un castillo de naipes. Ante el contratiempo, me he fragmentado en mil pedazos y he visto como me iba desintegrando, presa de la desilusión. No es la primera vez que me pasa últimamente, de hecho, me está pasando más a menudo de lo que me gustaría. Inevitablemente, me empiezo a cuestionar mi valía personal, mi solvencia profesional, mi apariencia física. Empiezo a sentirme a disgusto dentro de mi propia piel y es terrible. La nube de la crisis existencial, a mis 41 años recién cumplidos, me sobrevuela.

Y tras unas horas negras decido buscar motivación, literalmente: tecleo MOTIVACIÓN en Google y aparecen muchas imágenes, vídeos, citas, blogs y sugerencias. A menudo que las leo me voy sintiendo mejor, poco a poco, porque ningún estado de ánimo es para siempre y, si te entregas a la experiencia de dejarte estar en lo que hay en el aquí y ahora, te das cuenta de que también lo terrible pasa.
Hoy he sido valiente. He mirado hacia mi interior y no he huido ni maquillado lo que he encontrado allí. Y me comprometo conmigo misma a seguir caminando, a levantarme aunque caiga, a darme cuenta de que, aunque me rompa, me recompongo. Me entrego, confío, sigo andando. Sigo intentándolo. Sigo. Confío. Yo puedo.
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